Creo que, en muchas ocasiones, hay que querer hablar del tiempo. Hay que saber hacerlo, y de hecho, hay que hacerlo a menudo.
Hay que comentarle al vecino en el ascensor que el clima anda cambiante, que el cielo despejará probablemente al mediodía, y que si hay suerte, estará soleado en la tarde. Hay que hacerlo incluso si uno desconoce el parte meteorológico, porque eso no es lo importante.
Hay que darle los buenos días al que atiende en la recepción o en la portería, y responderle con alegría al anciano del rellano aunque su pregunta sea la misma todos los días. Hay que quejarse de la lluvia al entrar en la cafetería habitual, mientras uno deja el paraguas mojado en el bastonero, y pronunciar un par de lugares comunes en el taxi —algunos de los cuales ni siquiera se correspondan con las ideas de uno, porque eso no es lo importante.
Sería inhabitable ofrecerse a la profundidad de una existencia cruda —y renunciar a lo meramente trivial— frente a la mayoría de situaciones. Y como ves, no hablo ya de los buenos modales o el decoro (aunque, en mi opinión, nunca están de más), sino de algo mucho más fundamental.
La de sugerir que ahondar en la profundidad y la importancia (y por tanto rechazar todo lo que no sea útil, auténtico, relevante o estrictamente necesario) es la única opción para interactuar con los demás se me hace una idea muy peligrosa y triste. Creo que es crucial tener conversaciones banales e inútiles, en algunos casos casi performáticas, con personas que no nos sirvan para nada. Porque creo que renunciar a ello nos condenaría a caer a oscuras en el fondo de ciertos abismos crueles a los que sólo habríamos de asomarnos de vez en cuando. Y es una actitud típica de los adolescentes solitarios en crisis y de los adultos que se autodenominan intelectuales incomprendidos (dos tipos de personas con las que me cuesta encajar y convivir)
La banalidad de la mayoría de interacciones que tenemos es nuestro vehículo para huir de esa adolescencia, de ese intelecto que no hace más que hablar consigo mismo, y de la arrogante tristeza y soledad que ambos producen. Hay que escapar a menudo de uno mismo para habitar la vida en conexión con ligereza y humildad —lo que no significa renunciar al pensamiento ni volverse estúpido o falso. No seré yo quien defienda el anti-intelectualismo o la insustancia personal. Pero es que la conversación banal con nuestros amigos, vecinos y conocidos, no habita en ninguna de las dos.
Quien es cordial y concorde con los que le rodean, le sean queridos o no, no está necesariamente contando ninguna mentira ni está necesariamente vacío de contenido. Aquellos que lo sugieren, y a menudo con cierto recelo, son los que todavía no han comprendido cuál es el valor de una conversación sencilla sobre el tiempo. Personas que nunca han sabido cómo escapar de la idea de sí mismos, pues esa idea invade por algún motivo sus días y sus noches.
Personas que no suelen sentirse ligeras o alegres, pues a menudo creen que todo lo que piensan y todo lo que hacen, que todo lo que ocurre y todo lo que no ocurre, debe de ser profundo y relevante. Personas que no agradecerían un regalo antes de abrirlo, por si acaso no les gusta. Personas que no se sacarían los auriculares al coincidir con alguien en el vestíbulo. Personas que tratarían de evitar encontrarse con el anciano repetitivo del rellano, porque les hace perder el tiempo.
Y fíjate que en ningún caso me refiero a los tímidos o a los vergonzosos, parcos y reservados, que dudan o sienten miedo a la hora de interactuar con los vecinos o los camareros. Esta historia no va por ahí. Me refiero a esas personas tan mustias que, sin ninguna vergüenza y sin ninguna duda, desprecian y desestiman las conversaciones sobre el tiempo.