Hace tiempo que caí en la cuenta de que en todas partes faltan tonos de gris. Y cuando digo “en todas partes” me refiero solamente a algunas partes, por supuesto. Es como cuando alguien dice “todo el mundo” y en realidad quiere decir “muchas personas”.
Es una pena, porque a mí me encantan los tonos de gris.
Durante la educación primaria y secundaria aprendí que la duda, la pregunta y la capacidad de cuestionar eran herramientas fundamentales para evitar la docilidad y entrenar el pensamiento crítico. Y aún ahora, en favor de aquel aprendizaje que he decidido no olvidar, prefiero que me llamen “tibia”, “desleal” o “ignorante” antes que ceder alegremente a los encantos de un buen principio inquebrantable o de una verdad categórica —por atractiva o dulce que parezca.
No me verás presumiendo de no tener principios o de no tener ideas, claro está. Pero sí que me verás presumiendo de no tener certezas. Mis principios e ideas, como dice esa famosa canción, son “como un junco que se dobla pero siempre sigue en pie”. Se mueven con el viento, se adaptan al entorno, y en algunas ocasiones, se pierden para siempre. Pero no me importa. Entre otras cosas porque, sabiendo lo poco que sé sobre la condición humana, es muy probable que esas ideas y esos principios fueran lo suficientemente burdos como para no haberlos tomado en serio en primer lugar.
Soy consciente de lo mal que suena decir todo esto. Y es que, de hecho, es imposible ignorar un paisaje donde las posturas variables y flexibles (y no hablo ya de posturas políticas, sino de posturas referidas a cualquier epígrafe sobre el que un individuo pueda tener posturas) quedan sepultadas bajo lo que parece una necesidad patológica de lanzar alegatos rotundos y sólidos tras los que atrincherarse constantemente. Si no lo haces, entonces es porque eres un hipócrita o un falso. Y si no sabes hacerlo, un ignorante o un insustancial.
Alguna vez también me han dicho que “no tengo personalidad”, lo cual me suena como un absurdo en sí mismo (porque una personalidad mimética y versátil también es una personalidad, al fin y al cabo). Pero vete a saber: quizá es cierto.
Pienso que dudar de tus propios principios y conocimientos, y permitirte la licencia de comprobar cuán flexibles o cuán insuficientes (e incluso estúpidos) son, es precisamente lo que puede ayudarte a encontrarles un verdadero sentido a las cuestiones que tienes por verdaderas e importantes. Si lo piensas, cuanto más flexible es algo, más difícil es de romper. Y la excesiva rigidez con la que blandimos nuestras convicciones —y nuestras identidades, sobre las que a menudo permean estas últimas— puede acabar siendo el motivo por el que terminen partidas en dos. Yo, personalmente, prefiero no estar tan segura de apenas nada. Ni siquiera de lo que estoy escribiendo ahora mismo. Ni siquiera de quién yo soy.
No creo que debamos tenerle miedo a la contradicción en las ideas, ni a la flexibilidad de los principios, ni a la profunda complejidad de las identidades. A la duda, a las medias tintas, a las luchas internas, y a los detalles escabrosos de la moralidad. Porque los matices mutantes y los tonos de gris inherentes a (casi) todas las cosas son, probablemente, lo más interesante y divertido de la variedad de esta buena vida.
«¿Me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? Yo soy inmenso, contengo multitudes»
Walt Whitman