Lamentos y lloriqueos sobre el final del verano.

Sep 15, 2025

Siempre me parece que el año se descalabra a partir de septiembre. Que se deja caer en pedazos de forma desordenada y cruel hasta morir en diciembre. Y aunque se supone que éste es “el mes de empezar”, a mí se me presenta siempre como un abismo abrupto al final de una carretera. “El mes de terminar”, más bien.

Quizá porque, de todos modos, la mayoría de cosas que empiezan a partir de septiembre me parecen un poco horribles: la jornada partida, el curso académico, el mal tiempo, y Operación Triunfo en exclusiva para Prime Video.

Ahora llegan una serie de meses raros en los que ocurren cosas raras y en los que no paro de preguntarme qué hacía yo antes del verano para ser feliz (además de ver Operación Triunfo, beber vino tinto, y suspirar por la ventana con cierta melancolía). La verdad es que nunca encuentro la respuesta y casi siempre me quedo atascada en una suerte de “Aplastamiento de las gotas” perpetuo. 

“Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío.

Julio Cortázar | “Aplastamiento de las gotas” – Historias de Cronopios y de Famas

Se acerca el otoño, y con él esa sensación amarga de estar entrando en un túnel. Un túnel con fluorescentes fríos, olor a cazadora encerada húmeda, y la certeza de que los próximos meses no van a ser del todo fáciles: por el tráfico en la mañana, la lluvia, el cambio de hora, los primeros resfriados, y las luces de Navidad prematuras de un alcalde con tendencia a la megalomanía. Oh, por favor.

Hablé sobre ello el otro día tomando el café con un amigo, y él me preguntó si no creía que las cosas habían de ser así. Sugirió que, en cierto modo, esos meses en los que te ocurren cosas raras y bebes vino tinto son necesarios. Porque te permiten recogerte, retirarte, y construir algo nuevo. El verano está pensado para vivirse “hacia afuera”, con lo que no concede esa mirada melancólica a través de la ventana. Y de alguna manera, ésta nos invita a cambiar y a crecer. A reflexionar sobre lo que nos ha ocurrido, y sobre quiénes somos o en qué punto de nuestra vida estamos. A vivir “hacia adentro”:

Creo que llevaba razón, pero aún así, es difícil para una hedonista antojadiza como yo aceptar que el verano no dura para siempre. Que los días no pueden ser eternamente largos, ni las noches cálidas hasta el fin de los tiempos. Porque eso no tendría ningún sentido. Un verano perpetuo también volvería loco a cualquiera (y ni hablamos del daño solar). El año repta como un pobre lagarto hasta diciembre, donde muere para dar paso a otro ciclo. Y para ello es necesario que se arrastre, que pase frío, y que deje de habitar una piel anterior.

“Y si el invierno se hace largo, seguiremos teniéndonos cariño, ese cariño de solera que se tienen los amigos que se lo pasaron tan bien juntos que ahora sólo hablan de lo bien que se lo pasaron, contándose las historias como si fueran nietos y abuelos a la vez.” 

Mariang Maturana | “Buenas noches, amigos” – Revista Salvaje

Esta temporada otoño-invierno, hablaremos de lo bien que nos lo hemos pasado estos últimos meses. Y hablando de ello, nos lo pasaremos bien otra vez. Como dijo Gil de Biedma, probablemente alguno de mis amigos olvidará entonces su brazo sobre el mío, y yo daré las gracias. Porque trajimos juntos nuestras vidas hasta aquí, para contarlas.

Y a lo mejor se trata de eso. Quizá es que el otoño y el invierno son como viejos amigos de solera: esos con los que compartes silencios, bebidas calientes, y anécdotas a media luz mientras las gotas de lluvia se aplastan contra el balcón. Viejos amigos, repetitivos y batalleros, con los que tienes la suerte de haber traído la vida hasta aquí.

Ay, el tiempo.