Mi abuelo era médico; en mi casa le llamaban el Doctor. Falleció a los 91 años, en Nigrán, en la misma casa en la que yo aprendí a andar en bicicleta. Como buena nieta, nunca le vi como mucho más que “el abuelo”, pero lo cierto es que, además de ser el viejo cascarrabias que presidía la mesa los domingos a la hora de la comida, Manuel Varela Novo era muchas más cosas.
Entre otras, siempre fue un enamorado del mar. Practicó la vela durante muchos años, y a menudo le escuchábamos hablar de sus barcos: en especial, del Inaco. La casa de Nigrán y su consulta médica en Vigo estaban repletas de simbolismos y referencias náuticas. Una acuarela de barcos de pesca por aquí, una medalla de una regata por allá. El pin del Club de Yates de Baiona guardado en el cajón de su escritorio, la maqueta de un velero de tres mástiles sobre el aparador de cristal… Solía cantar «Un Barquito de Cáscara de Nuez» conmigo, cuando iba a primaria.
Cuando era pequeña, yo también aprendí a navegar. Aunque nunca pasé de novata. Claramente no era lo mío. Aprendí a hacer un par de nudos marineros, a decir algunos palabros de la terminología, y a esquivar la botavara a base de chichones en la cabeza. Aprendí en Optimist, Cadete y Catamarán. Como la mayoría de niños.
Manuel Varela Novo también era un gran lector, al igual que mi abuela. Decenas de veces a lo largo de mi vida he revisado los títulos en sus librerías. Y aunque la mayor parte de su colección la conformaban libros de medicina y enciclopedias, también había espacio para la novela, el drama y la poesía. Me llevé a casa algunos de sus libros, incluido un antiguo manual de Mecánica Industrial que quiso regalarle a mi chico, Juanma, antes de fallecer.
“El escritor número uno es Unamuno. El escritor número dos es Galdós”, me dijo una vez. “Gracias a la rima, nunca lo he vuelto a olvidar”.
También le gustaba escribir, aunque esto quizá lo hacía más tímidamente. Redactaba textos para enviar a sus amigos en los que rememoraba otros tiempos con añoranza, y a veces me pedía que les corrigiera la ortografía y el estilo. También publicaba en su muro de Facebook, acompañando sus breves escritos con fotografías antiguas: “Sé que esta foto es en el Pico Sacro, sé que fue en 1950 ó 51. Sé que había que ir a pie. Sé quién es el flaco porque soy yo, pero no recuerdo al otro. De 8 que salimos, llegamos 2. El tiempo huye, más el recuerdo es gratificante.”
Fue muy reconocido y respetado por su labor profesional en la medicina. Tal vez nunca lo exploré demasiado porque, como digo, una nieta no suele ver a su abuelo como mucho más que eso. Y no es ninguna nimiedad. Ser abuelo también es mucho decir. Pero fue pionero en el estudio de la Psicopatología Laboral y participó dando conferencias en muchos simposios y congresos en diversos lugares del mundo. Hizo formaciones en el extranjero, lo cual le permitió adquirir conocimientos que en el momento eran desconocidos en España. Fue el fundador del Gabinete de Higiene y Seguridad en el Trabajo de Rande (los nietos nos preguntamos si este centro debería llevar su nombre) y representó al país en la Comisión Internacional de Salud Ocupacional.
Mi abuelo Manolo era un hombre tradicional, hecho a la vieja usanza, y tengo que admitir que en varias ocasiones quise pegarme de cabezazos contra una pared por no estar de acuerdo con él en infinitas cosas. Quizá es que su forma de protegerme y de quererme era algo controladora, o que no hay manera de adherirse al papel de “cabeza de familia” sin perpetrar algunas desigualdades frente a los demás. Bueno. Las ganas de darme cabezazos se han ido disipando con el tiempo. Él era el producto de su época y de sus circunstancias, y de hecho, lo sabía admitir con bastante elegancia. Yo también me equivoqué con frecuencia, y tuve que pedir perdón más de una vez.
Era un hombre inteligente, y no porque yo lo diga. En general puedo presumir de que en mi familia hay cerebros excelentes, aunque yo no haya heredado ni la mitad. Era mentalmente muy inquieto y despierto, incluso a unas edades ya muy avanzadas, y buscaba estimulación intelectual durante su día a día. Se mantenía al día con la tecnología y las noticias. Nos preguntaba cómo acceder a Instagram, cómo suscribirse a una newsletter, o cómo reenviar un artículo por email. Leía el periódico religiosamente, las revistas médicas online, y se había abierto una cuenta en Twitter. Su intención era “morir con las botas puestas”, y aunque siguió consultando a sus pacientes hasta ya muy mayor, la enfermedad (y la pura vejez) le acabó apartando de sus actividades.
Unos días antes de fallecer, me dijo que le daba pena morirse porque no quería «dejarnos solas». Habló en femenino porque toda su descendencia, a excepción de mi primo, somos mujeres. Tuvo tres hijas y cuatro nietas.
Pero me atrevo a decir que no estamos solas, abuelo. Me alegra decirte que en la familia nos seguimos teniendo los unos a los otros, aunque notamos tu falta. Tenemos que hacer más esfuerzos para juntarnos, pero lo seguimos haciendo. También cuidamos de vuestra casa, que ahora es nuestra, con cariño y pena. A veces recordamos algunos de tus momentos más divertidos, y los compartimos con una mezcla agridulce de sentimientos. Siempre estás aquí. Espero que me veas bien.
Te quiere,
tu nieta Sara.