Cuando pienso en Veronica pienso en mí misma, aunque nunca he vivido en Roma. Tal vez es porque siempre tiendo a pensar que todas las historias hablan de mí, o tal vez es porque Veronica es ese tipo de personaje protagonista con el que es imposible no sentirse identificada.
Veronica pasa su infancia y adolescencia junto a una madre sobreprotectora, un padre obsesivo, y un hermano aparentemente perfecto. Trata de convertirse en mujer de maneras inicialmente poco prácticas, y más adelante poco románticas.
Como todos, supongo.
Pero creo que esa es precisamente la gracia de “Nada es verdad”. Que, aunque suene poco interesante, es una novela que no cuenta nada especial. Nada perfecto, nada brillante, nada particular. Al contrario, Veronica Raimo encuentra literatura en lugares cotidianos, normales, e insultantemente vulgares. Encuentra historias en lo corriente, en lo bueno y en lo malo.
Porque no solamente “nada es verdad”, sino que además, nada es realmente tan significativo. Ni la infancia, a menudo idealizada, ni la adolescencia, falsamente romantizada. Todas las épocas de la vida son tan luminosas como sombrías. De pequeño estás libre de responsabilidades, pero también eres dependiente (y estúpido, para que negarlo). De adolescente eres rebelde e intenso, pero también un poco insoportable (y probablemente inseguro de ti mismo). Y aunque frecuentemente todos caemos en la nostalgia a través del recuerdo, éste no es el caso de Veronica.
Veronica recuerda con humor.
Y este tinte cómico, en mi opinión, le ofrece al pasado una profundidad mucho más compleja que el de la simple sublimación. A menudo se piensa que hacer humor sobre las cosas que te han pasado (buenas, malas, o peores) es una forma de “evasión”, y que de alguna manera estás “negando la gravedad de estos asuntos”. Pero lo cierto es que, para mí, el humor funciona casi al contrario.
Para contar un chiste o hacer una broma sobre algo que te ha pasado, y especialmente si es algo que te ha hecho sufrir, tienes que haberlo observado de forma muy aguda, desde todos los ángulos posibles. Tienes que haberlo comprendido de formas muy diferentes. Tienes que haber sostenido el peso de todo ello para dejar que eche a volar con ligereza un tiempo después. Sólo entonces puedes aceptar que no hay manera más digna de mirar hacia atrás que con una ceja arqueada y un poco de sorna.
Pero además, reírse del pasado es también una forma de reescribirlo. Haya sido bueno, o haya sido malo. Y esa es otra de las funciones terapéuticas del humor (y tal vez de la ficción en general): darle un nuevo color a todo aquello que ya es tarde para cambiar. Transformar una escena dolorosa en buen párrafo, o un trauma menor en una anécdota que haga reír a tus amigos. No para minimizarlo, sino para comprenderlo mejor. Para airearlo al viento, aligerarlo, y dejarlo marchar. Eso no tiene nada de evasivo.
Creo que “Nada es verdad” es una novela muy potente por esta capacidad para hablar de cosas profundamente humanas —la familia, la identidad, el cuerpo, la escritura, el miedo— sin solemnidad, sin grandilocuencia, sin alegorías, sin moralejas, sin pretensiones morales. Con una voz tan corriente, tan normal, tan sincera, absurda e irónica (como lo es también la vida cuando se mira con un poco de distancia).
Cuando pienso en Veronica pienso en mí misma. Pero también pienso en todos los demás.
¿Te recomendaría este libro?
Pues bueno. Igual que ocurría con «No soy yo», de Karmele Jaio, esta es una novela muy costumbrista, que habla del día a día cotidiano de una niña / adolescente / joven (a modo de recuerdos fragmentados con saltos temporales). Si lo que te interesa es leer una historia con su trama inicial, su nudo y su desenlace, aquí no la vas a encontrar. De hecho la propia autora bromea sobre ello en la última página, en la que prácticamente se burla del lector por haber llegado hasta el final y no haber encontrado ninguna resolución en él.
Esta no es una historia con final feliz, ni una historia con final triste. Sencillamente, no hay final. Son los recuerdos de una vida, desordenados, asiduos, porque así funciona la memoria. Es una novela para disfrutar del camino (de lo bien que está escrita —que por cierto el estilo de Veronica Raimo me recordó mucho al de Sally Rooney—, del humor que trae en cada capítulo, de las anécdotas que cuenta y cómo puedes relacionarlas con las de tu propia vida), más que de la resolución, de la trama, o de la contienda. Que probablemente, no hay ninguna.
Y además, nada es verdad.